Mario Alavez
Quisiera no poder contar esta historia. Quisiera no haber buscado esa entrevista, como tantas otras veces, quisiera que nunca hubiera pasado.
El momento de mi titulación se acercaba, estaba nervioso, pues tenía que presentar mi examen profesional y porque no tenía idea de qué quería hacer de mi vida, estaba repasando mentalmente el tema de mi tesis, la mente del psicópata, revisando uno a uno los momentos que pasé con el psicólogo especializado en diagnóstico de esquizofrenia, que era lo más común en los psicópatas, eso y el delirio de persecución.
¡Tienes que estar loco para querer hacer esto! Me dijeron una y otra vez mis asesores, mi madre y mi hermano, pero era necesario, tenía que encontrar a un psicópata controlado por los medicamentos, conocerlo, saber de él, entenderlo y pasar tiempo con el. Eso le daría a mi tesis un toque más realista.
Lo hice, encontré a Víctor Hernández, uno de los más crueles asesinos de la historia.
No estaba asustado, los médicos me habían asegurado que no había peligro, que con los tratamientos era suficiente para que no reincidiera.
Me encontré con el, en su muy modesto apartamento, apenas tenía una cama, una mesa con dos sillas, un sofá y una televisión de 14 pulgadas, las paredes estaban descuidadas, pero todo el lugar parecía estar perfectamente organizado, extrañamente abundaban libros que estaban en un estricto orden alfabético.
Gracias por recibirme Víctor, dije extendiendo mi mano a la diminuta mano del asesino. El gusto es mío, no pensé que nadie quisiera estar cerca de mí después de lo que hice, estoy arrepentido, las medicinas me hay ayudado mucho.
Espero que no te moleste el motivo de mi visita, le respondí tímidamente.
No te preocupes, no sirve de nada negar lo hecho, lo importante es que ya está superado. ¿Por dónde empezamos?
¿Qué te parece si me dices cómo era tu vida antes de… bueno…
Los asesinatos, completó mi frase sin titubear o mostrar un asomo de pena o enojo.
Si, por favor, le dije mientras ponía mi grabadora sobre la mesa y la activaba.
Pues verás, era un tanto tímido, mi tamaño no me ayuda- apenas medía 1.58- pero era exitoso, trabajaba como administrador de una empresa mediana que comercializaba plásticos, no me podía quejar, ganaba veinticinco mil pesos más prestaciones y utilidades. Siempre fui muy trabajador y evitaba los conflictos a toda costa, en las crisis de la empresa, siempre tenía la cabeza clara cuando todos gritaban, no por nada fui el mejor de mi generación.
¿Entonces, qué sucedió? ¿Qué te hizo cambiar del administrador tímido al…
Asesino, volvió a completar. Si. Se nota que no eres periodista, dijo mientras sonreía, extrañamente era una sonrisa relajada, llena de paz. Verás, iba caminando por la calle y empecé a escuchar una voz en mi cabeza, que ignoré, pero me causó un escalofrío espeluznante, era un susurro reclamante que exigía no fuera tan pusilánime, sabía que no lo era, pero me lo reclamaba. Me decía que debía poner las cosas en su lugar, hacer respetar mi inteligencia, mi superioridad. Entonces corrí a mi departamento, que no se parece en nada al que tengo hoy, quería dormir, pues el temor se convirtió en pavor.
La voz desapareció durante meses, pero vino una nueva crisis en la empresa y esta era bastante severa, la compañía estaba a punto de quebrar y todos gritaban, exigían una solución, golpeaban en mi escritorio… por primera vez en mi vida no sabía que hacer. Entonces la voz volvió a surgir, que dejen de gritar, no eres su gato, si esta empresa les ha dado tanto es gracias a ti, cállalos, cállalos, cállalos…. Y a cada repetición los ojos miel del asesino se abrían más, mientras su voz crecía en volumen.
Entonces, siguió Víctor, les pedí a mis jefes que me dieran un momento a solas para poder pensar con una voz apagada, incluso para mí.
Los ejecutivos se fueron, no sin antes decirme que querían una respuesta para el día siguiente y la merecían, después de todo ese era mi trabajo.
Pero esta vez la voz no desapareció, ahora se había apoderado de mí, no he podido entender por qué, pero así fue. Me volví un zombi, me ordenó que saliera a la calle, lo hice, me ordenó que citara a los jefes a las 10 de la mañana del día siguiente, que ya tenía una solución.
Nunca pude retomar el control de la situación, ya tenía todo listo, predispuesto para que no se interrumpiera la junta hasta que todos salieran.
Me encargué de preparar café con Valium, de meter en mi portafolio hojas de bisturí, una pistola con un silenciador, trapos, encendedores, gasolina, cuerda.
Empecé a establecer una táctica, que ahora que lo pienso era una solución muy buena, mientras ellos le daban sorbos largos de café a sus tazas y me miraban con incredulidad, la solución era extremadamente viable y funcional y aunque no lo fuera, ellos simplemente no lo sabrían.
El sueño comenzó a apoderarse de ellos, todos cayeron dormidos casi al mismo tiempo, sólo el más voluminoso de ellos pudo resistir un par de minutos más, pero desafortunadamente para ellos era el que estaba sentado hasta el frente y por tanto no pudo ver lo que sucedía con los demás.
Ya perdidos, los amarré y amordacé. Comencé a hacer pequeñas incisiones para despertarlos, cada uno quiso gritar, pero no podían. Les perforé el abdomen, lo suficiente como para poder ver el estómago de los 5 ejecutivos. Después metí la mano en las cavidades de cada uno para mantenerlos despiertos y perforé sus estómagos, dejando que los jugos gástricos comenzaran a lacerar sus intestinos, el proceso iba a tardar mucho tiempo, tenía media hora para hacerlos plañir, incluso más de lo que ya lo estaban haciendo.
Los jugos iba a destruir sus intestinos, pero eso no los mataría, tampoco la peritonitis, sino el ácido que lograra llegar a sus pulmones, pues los iba a hacer morir asfixiados, provocando que sus extremidades se gangrenaran, por la falta de oxigenación de la sangre.
Mientras eso sucedía, y yo buscaba mis encendedores, les decía: Ojalá hayan entendido que lo que yo hago aquí vale más que sus vidas. Si tienen dinero es gracias a mí, no a su inversión, yo soy Dios y como tal he decidido quitarles la vida.
Humedecí los trapos con la gasolina y me acerqué a ellos mientras los prendía.
Puse el fuego en cada uno de los ojos de los jefes, haciéndolos explotar al instante y de inmediato cauterizando con el mismo ardor.
Cuando empezaron a tener dificultades para respirar, terminé con mi obra, les disparé en el pecho, recogí mis cosas y salí como si nada.
Ese sólo fue el comienzo de los 25 asesinatos que cometí, todos iguales, bastaba una mirada lasciva o un empujón en la calle para que surgiera la voz.
Finalmente me atraparon y me encerraron, me declararon mentalmente inestable y me dieron las medicinas, desde entonces la voz desapareció y trece años después me liberaron del manicomio.
Estaba helado, no sabía que decir, que hacer, quería correr.
Tranquilo, eso es el pasado, me dijo para calmarme ¿Quieres un café?
No, grité inconscientemente. No te preocupes, no tengo Valium.
Perdón, dije apenado, pero creo que me quedé con la impresión del relato, si por favor, sin azúcar estaría bien.
Platicamos un rato más y me despedí con la promesa de volver a visitarlo.
Pero estaba vuelto loco con el servicio social, el final de mi tesis y los exámenes finales y no pude volver, sinceramente había olvidado la promesa.
Llegó el gran día, estaba en la facultad, las manos me sudaban, tenía la cara igual de a perlada que las manos, fui al baño a mojarme la cara, eso siempre me había funcionado.
La lógica de los nervios me obligó a detenerme primero en los mingitorios, después a los lavabos. Mojé mis manos haciendo pocito con ellas y humedecí mi cara, dejándola cubierta durante un rato.
Me sequé la frente, las mejillas y una gota me entró al ojo obligándome a cerrarlo y tallarlo desesperadamente, mientras bajaba la cara maldiciendo.
Cuando levanté el rostro en el espejo había un pequeño hombre detrás de mí.
Un pañuelo me cubrió nariz y boca, el hombrecillo me jaló hacia el.
La voz ha vuelto, me susurró al oído.
Cuando desperté ya estaba aquí, en el mismo departamento en el que hice aquella entrevista, un dolor intenso en el abdomen me despertó, pero no veía a nadie.
Veo que olvidas fácilmente las promesas, me dijo Víctor, que estaba sentado a mi espalda…
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domingo, 23 de mayo de 2010
La promesa
Mario Alavez
Quisiera no poder contar esta historia. Quisiera no haber buscado esa entrevista, como tantas otras veces, quisiera que nunca hubiera pasado.
El momento de mi titulación se acercaba, estaba nervioso, pues tenía que presentar mi examen profesional y porque no tenía idea de qué quería hacer de mi vida, estaba repasando mentalmente el tema de mi tesis, la mente del psicópata, revisando uno a uno los momentos que pasé con el psicólogo especializado en diagnóstico de esquizofrenia, que era lo más común en los psicópatas, eso y el delirio de persecución.
¡Tienes que estar loco para querer hacer esto! Me dijeron una y otra vez mis asesores, mi madre y mi hermano, pero era necesario, tenía que encontrar a un psicópata controlado por los medicamentos, conocerlo, saber de él, entenderlo y pasar tiempo con el. Eso le daría a mi tesis un toque más realista.
Lo hice, encontré a Víctor Hernández, uno de los más crueles asesinos de la historia.
No estaba asustado, los médicos me habían asegurado que no había peligro, que con los tratamientos era suficiente para que no reincidiera.
Me encontré con el, en su muy modesto apartamento, apenas tenía una cama, una mesa con dos sillas, un sofá y una televisión de 14 pulgadas, las paredes estaban descuidadas, pero todo el lugar parecía estar perfectamente organizado, extrañamente abundaban libros que estaban en un estricto orden alfabético.
Gracias por recibirme Víctor, dije extendiendo mi mano a la diminuta mano del asesino. El gusto es mío, no pensé que nadie quisiera estar cerca de mí después de lo que hice, estoy arrepentido, las medicinas me hay ayudado mucho.
Espero que no te moleste el motivo de mi visita, le respondí tímidamente.
No te preocupes, no sirve de nada negar lo hecho, lo importante es que ya está superado. ¿Por dónde empezamos?
¿Qué te parece si me dices cómo era tu vida antes de… bueno…
Los asesinatos, completó mi frase sin titubear o mostrar un asomo de pena o enojo.
Si, por favor, le dije mientras ponía mi grabadora sobre la mesa y la activaba.
Pues verás, era un tanto tímido, mi tamaño no me ayuda- apenas medía 1.58- pero era exitoso, trabajaba como administrador de una empresa mediana que comercializaba plásticos, no me podía quejar, ganaba veinticinco mil pesos más prestaciones y utilidades. Siempre fui muy trabajador y evitaba los conflictos a toda costa, en las crisis de la empresa, siempre tenía la cabeza clara cuando todos gritaban, no por nada fui el mejor de mi generación.
¿Entonces, qué sucedió? ¿Qué te hizo cambiar del administrador tímido al…
Asesino, volvió a completar. Si. Se nota que no eres periodista, dijo mientras sonreía, extrañamente era una sonrisa relajada, llena de paz. Verás, iba caminando por la calle y empecé a escuchar una voz en mi cabeza, que ignoré, pero me causó un escalofrío espeluznante, era un susurro reclamante que exigía no fuera tan pusilánime, sabía que no lo era, pero me lo reclamaba. Me decía que debía poner las cosas en su lugar, hacer respetar mi inteligencia, mi superioridad. Entonces corrí a mi departamento, que no se parece en nada al que tengo hoy, quería dormir, pues el temor se convirtió en pavor.
La voz desapareció durante meses, pero vino una nueva crisis en la empresa y esta era bastante severa, la compañía estaba a punto de quebrar y todos gritaban, exigían una solución, golpeaban en mi escritorio… por primera vez en mi vida no sabía que hacer. Entonces la voz volvió a surgir, que dejen de gritar, no eres su gato, si esta empresa les ha dado tanto es gracias a ti, cállalos, cállalos, cállalos…. Y a cada repetición los ojos miel del asesino se abrían más, mientras su voz crecía en volumen.
Entonces, siguió Víctor, les pedí a mis jefes que me dieran un momento a solas para poder pensar con una voz apagada, incluso para mí.
Los ejecutivos se fueron, no sin antes decirme que querían una respuesta para el día siguiente y la merecían, después de todo ese era mi trabajo.
Pero esta vez la voz no desapareció, ahora se había apoderado de mí, no he podido entender por qué, pero así fue. Me volví un zombi, me ordenó que saliera a la calle, lo hice, me ordenó que citara a los jefes a las 10 de la mañana del día siguiente, que ya tenía una solución.
Nunca pude retomar el control de la situación, ya tenía todo listo, predispuesto para que no se interrumpiera la junta hasta que todos salieran.
Me encargué de preparar café con Valium, de meter en mi portafolio hojas de bisturí, una pistola con un silenciador, trapos, encendedores, gasolina, cuerda.
Empecé a establecer una táctica, que ahora que lo pienso era una solución muy buena, mientras ellos le daban sorbos largos de café a sus tazas y me miraban con incredulidad, la solución era extremadamente viable y funcional y aunque no lo fuera, ellos simplemente no lo sabrían.
El sueño comenzó a apoderarse de ellos, todos cayeron dormidos casi al mismo tiempo, sólo el más voluminoso de ellos pudo resistir un par de minutos más, pero desafortunadamente para ellos era el que estaba sentado hasta el frente y por tanto no pudo ver lo que sucedía con los demás.
Ya perdidos, los amarré y amordacé. Comencé a hacer pequeñas incisiones para despertarlos, cada uno quiso gritar, pero no podían. Les perforé el abdomen, lo suficiente como para poder ver el estómago de los 5 ejecutivos. Después metí la mano en las cavidades de cada uno para mantenerlos despiertos y perforé sus estómagos, dejando que los jugos gástricos comenzaran a lacerar sus intestinos, el proceso iba a tardar mucho tiempo, tenía media hora para hacerlos plañir, incluso más de lo que ya lo estaban haciendo.
Los jugos iba a destruir sus intestinos, pero eso no los mataría, tampoco la peritonitis, sino el ácido que lograra llegar a sus pulmones, pues los iba a hacer morir asfixiados, provocando que sus extremidades se gangrenaran, por la falta de oxigenación de la sangre.
Mientras eso sucedía, y yo buscaba mis encendedores, les decía: Ojalá hayan entendido que lo que yo hago aquí vale más que sus vidas. Si tienen dinero es gracias a mí, no a su inversión, yo soy Dios y como tal he decidido quitarles la vida.
Humedecí los trapos con la gasolina y me acerqué a ellos mientras los prendía.
Puse el fuego en cada uno de los ojos de los jefes, haciéndolos explotar al instante y de inmediato cauterizando con el mismo ardor.
Cuando empezaron a tener dificultades para respirar, terminé con mi obra, les disparé en el pecho, recogí mis cosas y salí como si nada.
Ese sólo fue el comienzo de los 25 asesinatos que cometí, todos iguales, bastaba una mirada lasciva o un empujón en la calle para que surgiera la voz.
Finalmente me atraparon y me encerraron, me declararon mentalmente inestable y me dieron las medicinas, desde entonces la voz desapareció y trece años después me liberaron del manicomio.
Estaba helado, no sabía que decir, que hacer, quería correr.
Tranquilo, eso es el pasado, me dijo para calmarme ¿Quieres un café?
No, grité inconscientemente. No te preocupes, no tengo Valium.
Perdón, dije apenado, pero creo que me quedé con la impresión del relato, si por favor, sin azúcar estaría bien.
Platicamos un rato más y me despedí con la promesa de volver a visitarlo.
Pero estaba vuelto loco con el servicio social, el final de mi tesis y los exámenes finales y no pude volver, sinceramente había olvidado la promesa.
Llegó el gran día, estaba en la facultad, las manos me sudaban, tenía la cara igual de a perlada que las manos, fui al baño a mojarme la cara, eso siempre me había funcionado.
La lógica de los nervios me obligó a detenerme primero en los mingitorios, después a los lavabos. Mojé mis manos haciendo pocito con ellas y humedecí mi cara, dejándola cubierta durante un rato.
Me sequé la frente, las mejillas y una gota me entró al ojo obligándome a cerrarlo y tallarlo desesperadamente, mientras bajaba la cara maldiciendo.
Cuando levanté el rostro en el espejo había un pequeño hombre detrás de mí.
Un pañuelo me cubrió nariz y boca, el hombrecillo me jaló hacia el.
La voz ha vuelto, me susurró al oído.
Cuando desperté ya estaba aquí, en el mismo departamento en el que hice aquella entrevista, un dolor intenso en el abdomen me despertó, pero no veía a nadie.
Veo que olvidas fácilmente las promesas, me dijo Víctor, que estaba sentado a mi espalda…
Quisiera no poder contar esta historia. Quisiera no haber buscado esa entrevista, como tantas otras veces, quisiera que nunca hubiera pasado.
El momento de mi titulación se acercaba, estaba nervioso, pues tenía que presentar mi examen profesional y porque no tenía idea de qué quería hacer de mi vida, estaba repasando mentalmente el tema de mi tesis, la mente del psicópata, revisando uno a uno los momentos que pasé con el psicólogo especializado en diagnóstico de esquizofrenia, que era lo más común en los psicópatas, eso y el delirio de persecución.
¡Tienes que estar loco para querer hacer esto! Me dijeron una y otra vez mis asesores, mi madre y mi hermano, pero era necesario, tenía que encontrar a un psicópata controlado por los medicamentos, conocerlo, saber de él, entenderlo y pasar tiempo con el. Eso le daría a mi tesis un toque más realista.
Lo hice, encontré a Víctor Hernández, uno de los más crueles asesinos de la historia.
No estaba asustado, los médicos me habían asegurado que no había peligro, que con los tratamientos era suficiente para que no reincidiera.
Me encontré con el, en su muy modesto apartamento, apenas tenía una cama, una mesa con dos sillas, un sofá y una televisión de 14 pulgadas, las paredes estaban descuidadas, pero todo el lugar parecía estar perfectamente organizado, extrañamente abundaban libros que estaban en un estricto orden alfabético.
Gracias por recibirme Víctor, dije extendiendo mi mano a la diminuta mano del asesino. El gusto es mío, no pensé que nadie quisiera estar cerca de mí después de lo que hice, estoy arrepentido, las medicinas me hay ayudado mucho.
Espero que no te moleste el motivo de mi visita, le respondí tímidamente.
No te preocupes, no sirve de nada negar lo hecho, lo importante es que ya está superado. ¿Por dónde empezamos?
¿Qué te parece si me dices cómo era tu vida antes de… bueno…
Los asesinatos, completó mi frase sin titubear o mostrar un asomo de pena o enojo.
Si, por favor, le dije mientras ponía mi grabadora sobre la mesa y la activaba.
Pues verás, era un tanto tímido, mi tamaño no me ayuda- apenas medía 1.58- pero era exitoso, trabajaba como administrador de una empresa mediana que comercializaba plásticos, no me podía quejar, ganaba veinticinco mil pesos más prestaciones y utilidades. Siempre fui muy trabajador y evitaba los conflictos a toda costa, en las crisis de la empresa, siempre tenía la cabeza clara cuando todos gritaban, no por nada fui el mejor de mi generación.
¿Entonces, qué sucedió? ¿Qué te hizo cambiar del administrador tímido al…
Asesino, volvió a completar. Si. Se nota que no eres periodista, dijo mientras sonreía, extrañamente era una sonrisa relajada, llena de paz. Verás, iba caminando por la calle y empecé a escuchar una voz en mi cabeza, que ignoré, pero me causó un escalofrío espeluznante, era un susurro reclamante que exigía no fuera tan pusilánime, sabía que no lo era, pero me lo reclamaba. Me decía que debía poner las cosas en su lugar, hacer respetar mi inteligencia, mi superioridad. Entonces corrí a mi departamento, que no se parece en nada al que tengo hoy, quería dormir, pues el temor se convirtió en pavor.
La voz desapareció durante meses, pero vino una nueva crisis en la empresa y esta era bastante severa, la compañía estaba a punto de quebrar y todos gritaban, exigían una solución, golpeaban en mi escritorio… por primera vez en mi vida no sabía que hacer. Entonces la voz volvió a surgir, que dejen de gritar, no eres su gato, si esta empresa les ha dado tanto es gracias a ti, cállalos, cállalos, cállalos…. Y a cada repetición los ojos miel del asesino se abrían más, mientras su voz crecía en volumen.
Entonces, siguió Víctor, les pedí a mis jefes que me dieran un momento a solas para poder pensar con una voz apagada, incluso para mí.
Los ejecutivos se fueron, no sin antes decirme que querían una respuesta para el día siguiente y la merecían, después de todo ese era mi trabajo.
Pero esta vez la voz no desapareció, ahora se había apoderado de mí, no he podido entender por qué, pero así fue. Me volví un zombi, me ordenó que saliera a la calle, lo hice, me ordenó que citara a los jefes a las 10 de la mañana del día siguiente, que ya tenía una solución.
Nunca pude retomar el control de la situación, ya tenía todo listo, predispuesto para que no se interrumpiera la junta hasta que todos salieran.
Me encargué de preparar café con Valium, de meter en mi portafolio hojas de bisturí, una pistola con un silenciador, trapos, encendedores, gasolina, cuerda.
Empecé a establecer una táctica, que ahora que lo pienso era una solución muy buena, mientras ellos le daban sorbos largos de café a sus tazas y me miraban con incredulidad, la solución era extremadamente viable y funcional y aunque no lo fuera, ellos simplemente no lo sabrían.
El sueño comenzó a apoderarse de ellos, todos cayeron dormidos casi al mismo tiempo, sólo el más voluminoso de ellos pudo resistir un par de minutos más, pero desafortunadamente para ellos era el que estaba sentado hasta el frente y por tanto no pudo ver lo que sucedía con los demás.
Ya perdidos, los amarré y amordacé. Comencé a hacer pequeñas incisiones para despertarlos, cada uno quiso gritar, pero no podían. Les perforé el abdomen, lo suficiente como para poder ver el estómago de los 5 ejecutivos. Después metí la mano en las cavidades de cada uno para mantenerlos despiertos y perforé sus estómagos, dejando que los jugos gástricos comenzaran a lacerar sus intestinos, el proceso iba a tardar mucho tiempo, tenía media hora para hacerlos plañir, incluso más de lo que ya lo estaban haciendo.
Los jugos iba a destruir sus intestinos, pero eso no los mataría, tampoco la peritonitis, sino el ácido que lograra llegar a sus pulmones, pues los iba a hacer morir asfixiados, provocando que sus extremidades se gangrenaran, por la falta de oxigenación de la sangre.
Mientras eso sucedía, y yo buscaba mis encendedores, les decía: Ojalá hayan entendido que lo que yo hago aquí vale más que sus vidas. Si tienen dinero es gracias a mí, no a su inversión, yo soy Dios y como tal he decidido quitarles la vida.
Humedecí los trapos con la gasolina y me acerqué a ellos mientras los prendía.
Puse el fuego en cada uno de los ojos de los jefes, haciéndolos explotar al instante y de inmediato cauterizando con el mismo ardor.
Cuando empezaron a tener dificultades para respirar, terminé con mi obra, les disparé en el pecho, recogí mis cosas y salí como si nada.
Ese sólo fue el comienzo de los 25 asesinatos que cometí, todos iguales, bastaba una mirada lasciva o un empujón en la calle para que surgiera la voz.
Finalmente me atraparon y me encerraron, me declararon mentalmente inestable y me dieron las medicinas, desde entonces la voz desapareció y trece años después me liberaron del manicomio.
Estaba helado, no sabía que decir, que hacer, quería correr.
Tranquilo, eso es el pasado, me dijo para calmarme ¿Quieres un café?
No, grité inconscientemente. No te preocupes, no tengo Valium.
Perdón, dije apenado, pero creo que me quedé con la impresión del relato, si por favor, sin azúcar estaría bien.
Platicamos un rato más y me despedí con la promesa de volver a visitarlo.
Pero estaba vuelto loco con el servicio social, el final de mi tesis y los exámenes finales y no pude volver, sinceramente había olvidado la promesa.
Llegó el gran día, estaba en la facultad, las manos me sudaban, tenía la cara igual de a perlada que las manos, fui al baño a mojarme la cara, eso siempre me había funcionado.
La lógica de los nervios me obligó a detenerme primero en los mingitorios, después a los lavabos. Mojé mis manos haciendo pocito con ellas y humedecí mi cara, dejándola cubierta durante un rato.
Me sequé la frente, las mejillas y una gota me entró al ojo obligándome a cerrarlo y tallarlo desesperadamente, mientras bajaba la cara maldiciendo.
Cuando levanté el rostro en el espejo había un pequeño hombre detrás de mí.
Un pañuelo me cubrió nariz y boca, el hombrecillo me jaló hacia el.
La voz ha vuelto, me susurró al oído.
Cuando desperté ya estaba aquí, en el mismo departamento en el que hice aquella entrevista, un dolor intenso en el abdomen me despertó, pero no veía a nadie.
Veo que olvidas fácilmente las promesas, me dijo Víctor, que estaba sentado a mi espalda…
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