miércoles, 3 de febrero de 2010

MUSEO SUBTERRÁNEO

Un viaje exótico

Por Ana Lilia Chávez Maturano


En este maravilloso país en donde el licenciado es taxista y el imbécil político, uno puede darse el gusto de visitar la galería de entes extraños más diversa por la mínima cantidad de tres pesos, aunque dos pesos sonaba mejor a los bolsillos pero esa es otra historia.

Y es que un boleto para el Sistema de Transporte Colectivo, o como le llamamos los clientes frecuentes de esta maravilla arquitectónica y social, el Metro, no sólo da derecho a cruzar toda la ciudad en la naranja limosina. Con cada boleto viene incluido un viaje de primera clase para enfrentarse a toda clase de sucesos tan extraños como cotidianos.

Recuerdo una ocasión en que por la mañana reinaba como siempre la somnolencia, los cabezazos al cristal y al hombro del compañero son más comunes que los frijoles, pero yo iba de pie así que me pareció raro sentir que cargaba un bulto bastante pesado sobre la espalda. Luego de unos minutos decidí voltear y asegurarme de lo que pasaba a mi espalda, como lo supuse, una dama se había quedado dormida de pie, menos mal que sólo bastó un brusco movimiento para deshacerme de la lápida. Y es que todos tenemos derecho a babear y dar cabezazos mientras no se amenace a la columna del vecino.

Ni que decir del servicio de este transporte, es como un sueño hecho realidad. En las horas pico uno se evita la molestia de agarrarse de los tubos para detenerse pues la gente forma un muégano por la presión del que es casi imposible zafarse. El espíritu comunista se apodera de las personas que comparten hasta el espacio, qué más da, siempre cabe uno más aunque luego haya que librar una batalla a muerte con aquel zumbido que anuncia que nuestra parada llegó y estamos a dos metros de la puerta, es sin duda un reto de fuerza y habilidad, brincar al niño, empujar al señor, gritar a la señora y, por último, salir del vagón triunfante con la expresión que sólo deja el deber cumplido. Por supuesto, no podemos olvidar a esos amables servidores del pueblo que llevan hasta nuestras manos toda clase de productos y que, sobre todo, amenizan los largos viajes con melodías pegajosas que aturden al amargado y llenan de euforia al pequeño niño, sobre todo a ese que se ha pasado todo el camino pronunciando las mismas palabras “¿me lo compras mamá?” y que demuestra su fe al seguir preguntando incluso cuando las veinte veces anteriores recibió menos que un no por respuesta.

Se dice que las hormigas son animales sumamente trabajadores y organizados, del mexicano se dicen dos costales de cosas entre las que no se encuentran esos atributos pero no se puede negar que nos asemejamos mucho a esos animales cuando nos encontramos en el metro, ríos de gente van y vienen en direcciones contrarias, las escaleras ya no saben si subir o bajar, la apresurada carrera domina tanto tenis como tacones y que no se oiga que las puertas del vagón cerrarán porque el responsable ciudadano es capaz de romper la marca mundial con tal de no llegar tarde a su trabajo y romper su récord de puntualidad y menos, perder su bono.

Siendo sinceros, no todo es bello en este museo subterráneo. Desafortunadamente, no se reserva el derecho de admisión por lo que resulta cotidiano encontrarse con hombrecillos chocando con otros por llevar los ojos en las damas en lugar de mirar el camino, no falta el vivo que simula no ver la división de hombres y mujeres y “casualmente” aborda un vagón repleto de féminas con la única intención de llegar a su destino, claro está.

Viajar en Metro es un placer, un viaje por demás ilustrativo pero como todo lo bueno, tiene sus riesgos. Se debe caminar a prisa para no ser arrollado por la masa pero lo suficientemente cuidadoso para no tropezar con la cena descompuesta que un borracho dejó sobre el piso. Otra de las pruebas máximas es esa capacidad para dejar que los olores pasen desapercibidos, no es fácil pero puede lograrse. Alcanzar este objetivo además es bueno para el hígado que no volverá a sufrir con el coraje de llegar oliendo a recién bañado y salir como recién revolcado.

Éstas y muchas otras fascinantes experiencias formadoras del carácter de supervivencia son aprendidas día a día en el Metro. A veces se pierde pero, el que no arriesga, no gana.

No hay comentarios:

miércoles, 3 de febrero de 2010

MUSEO SUBTERRÁNEO

Un viaje exótico

Por Ana Lilia Chávez Maturano


En este maravilloso país en donde el licenciado es taxista y el imbécil político, uno puede darse el gusto de visitar la galería de entes extraños más diversa por la mínima cantidad de tres pesos, aunque dos pesos sonaba mejor a los bolsillos pero esa es otra historia.

Y es que un boleto para el Sistema de Transporte Colectivo, o como le llamamos los clientes frecuentes de esta maravilla arquitectónica y social, el Metro, no sólo da derecho a cruzar toda la ciudad en la naranja limosina. Con cada boleto viene incluido un viaje de primera clase para enfrentarse a toda clase de sucesos tan extraños como cotidianos.

Recuerdo una ocasión en que por la mañana reinaba como siempre la somnolencia, los cabezazos al cristal y al hombro del compañero son más comunes que los frijoles, pero yo iba de pie así que me pareció raro sentir que cargaba un bulto bastante pesado sobre la espalda. Luego de unos minutos decidí voltear y asegurarme de lo que pasaba a mi espalda, como lo supuse, una dama se había quedado dormida de pie, menos mal que sólo bastó un brusco movimiento para deshacerme de la lápida. Y es que todos tenemos derecho a babear y dar cabezazos mientras no se amenace a la columna del vecino.

Ni que decir del servicio de este transporte, es como un sueño hecho realidad. En las horas pico uno se evita la molestia de agarrarse de los tubos para detenerse pues la gente forma un muégano por la presión del que es casi imposible zafarse. El espíritu comunista se apodera de las personas que comparten hasta el espacio, qué más da, siempre cabe uno más aunque luego haya que librar una batalla a muerte con aquel zumbido que anuncia que nuestra parada llegó y estamos a dos metros de la puerta, es sin duda un reto de fuerza y habilidad, brincar al niño, empujar al señor, gritar a la señora y, por último, salir del vagón triunfante con la expresión que sólo deja el deber cumplido. Por supuesto, no podemos olvidar a esos amables servidores del pueblo que llevan hasta nuestras manos toda clase de productos y que, sobre todo, amenizan los largos viajes con melodías pegajosas que aturden al amargado y llenan de euforia al pequeño niño, sobre todo a ese que se ha pasado todo el camino pronunciando las mismas palabras “¿me lo compras mamá?” y que demuestra su fe al seguir preguntando incluso cuando las veinte veces anteriores recibió menos que un no por respuesta.

Se dice que las hormigas son animales sumamente trabajadores y organizados, del mexicano se dicen dos costales de cosas entre las que no se encuentran esos atributos pero no se puede negar que nos asemejamos mucho a esos animales cuando nos encontramos en el metro, ríos de gente van y vienen en direcciones contrarias, las escaleras ya no saben si subir o bajar, la apresurada carrera domina tanto tenis como tacones y que no se oiga que las puertas del vagón cerrarán porque el responsable ciudadano es capaz de romper la marca mundial con tal de no llegar tarde a su trabajo y romper su récord de puntualidad y menos, perder su bono.

Siendo sinceros, no todo es bello en este museo subterráneo. Desafortunadamente, no se reserva el derecho de admisión por lo que resulta cotidiano encontrarse con hombrecillos chocando con otros por llevar los ojos en las damas en lugar de mirar el camino, no falta el vivo que simula no ver la división de hombres y mujeres y “casualmente” aborda un vagón repleto de féminas con la única intención de llegar a su destino, claro está.

Viajar en Metro es un placer, un viaje por demás ilustrativo pero como todo lo bueno, tiene sus riesgos. Se debe caminar a prisa para no ser arrollado por la masa pero lo suficientemente cuidadoso para no tropezar con la cena descompuesta que un borracho dejó sobre el piso. Otra de las pruebas máximas es esa capacidad para dejar que los olores pasen desapercibidos, no es fácil pero puede lograrse. Alcanzar este objetivo además es bueno para el hígado que no volverá a sufrir con el coraje de llegar oliendo a recién bañado y salir como recién revolcado.

Éstas y muchas otras fascinantes experiencias formadoras del carácter de supervivencia son aprendidas día a día en el Metro. A veces se pierde pero, el que no arriesga, no gana.

No hay comentarios:

Directorio

Mi foto
COLABORADORES: Yuquiabe Romero, Ludyv Vogel, Danae Herrera, Jonathan González, Lorena Soto, Famorez, Erick Carpinteyro, Etoile, Graciela Sanchez, Christian Pérez, Astrid García Quintero, Aabyé Vargas, Isaac Delgado, Richy Espinoza, Ana Lilia Chávez Maturano, Aarón Zoé Guadarrama Becerril, Mario Alavéz, Kraken TV y Adonay E. Romero.